¿Quién invade a quién?
- falsodios
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Naturaleza y territorio en Evil Does Not Exist
por Sebastián Abril

Un hombre corta leña en medio del bosque. Lo hace con una naturalidad que sugiere que este ha sido su hogar por mucho tiempo. La imagen se alarga, el sonido del hacha y el viento llenan el espacio. Nada interrumpe la armonía del lugar. Luego, con la misma paciencia con la que el hombre corta la madera, la película revela su conflicto: un grupo de empresarios de Tokio planea construir un glamping en la zona. El choque entre la comunidad rural y los forasteros que buscan capitalizar la belleza del entorno se hace inevitable. Pero Evil Does Not Exist no ofrece respuestas fáciles. No hay un antagonista claro. En lugar de una lucha de opuestos, la película de Ryūsuke Hamaguchi se adentra en una zona gris, donde las fronteras entre lo local y lo foráneo se desdibujan, y la pregunta fundamental no es quién ganará el territorio, sino quién lo está transformando realmente.
El territorio y sus habitantes: dueños, invasores o parte del paisaje
Los habitantes del pequeño pueblo viven en contacto directo con la naturaleza. El agua del río es su recurso vital, los árboles proporcionan leña para el invierno, los ciervos son cazados para alimentarse. No hay explotación a gran escala, pero sí una interacción constante con el entorno. La idea de la naturaleza prístina es un espejismo: ellos también la moldean para sobrevivir.
Cuando los empresarios de Tokio llegan con su plan de construir un glamping, los residentes reaccionan con recelo. Temen la contaminación, la alteración de su rutina, la llegada de turistas que no entienden su relación con el lugar. Sin embargo, Evil Does Not Exist no presenta una defensa purista de la comunidad rural. Los mismos aldeanos que rechazan el proyecto también talan árboles, cazan animales y generan desorden en su propio espacio. ¿Son realmente los foráneos los únicos invasores?
Esta ambigüedad es clave en la película. La llegada de una empresa externa a transformar el paisaje puede verse como una intrusión, pero la comunidad también ha intervenido el territorio a su manera. La diferencia no está en el impacto que generan, sino en la escala y la intención. Para los empresarios, el bosque es un producto; para los residentes, un hogar. Sin embargo, ¿hasta qué punto el apego al territorio justifica la explotación de sus recursos?
El agua como frontera y espejo del conflicto
Uno de los elementos centrales de la película es el agua. El río que atraviesa el pueblo no solo es su fuente de vida, sino también el espacio simbólico donde se cruzan lo local y lo foráneo. En una de las reuniones con los empresarios, se menciona el problema del tratamiento de aguas residuales. Si el tanque de desechos del glamping no se instala correctamente, podría contaminar el río. Esta amenaza es lo que más preocupa a los residentes, no solo por razones ecológicas, sino porque representa una ruptura de su equilibrio con el entorno.
El agua también es un símbolo de control. En una escena, uno de los ejecutivos tiene una botella de agua sobre su escritorio mientras habla con la comunidad. Es un gesto sutil, pero significativo: el agua embotellada representa la versión comercializada y domesticada del recurso natural que fluye libremente por el pueblo. Mientras los habitantes dependen del río, los empresarios traen su propio suministro, ajenos a la dinámica del lugar.
Pero la contaminación no es solo una amenaza externa. En varios momentos, la película muestra cómo los mismos residentes generan desorden: los niños dejan sus juguetes en el suelo, hay rastros de basura, y la caza de venados es una práctica común. La pureza del paisaje es una ilusión. La diferencia no es quién lo contamina, sino quién tiene el poder de definir qué tipo de contaminación es aceptable.

Forasteros en su propio hogar
A medida que avanza la película, el conflicto entre la comunidad y los empresarios se vuelve más matizado. Al principio, los locales ven a los foráneos como intrusos, pero luego aceptan trabajar con ellos para encontrar una solución. La oposición rígida entre "los de aquí" y "los de afuera" comienza a disolverse.
Sin embargo, esta integración no es un triunfo de la convivencia, sino una señal de que la transformación del territorio es inevitable. Lo foráneo no es solo la empresa que busca instalarse en el pueblo, sino también el cambio que tarde o temprano llega a cualquier comunidad. Incluso los locales terminan siendo forasteros en su propio hogar cuando el paisaje que conocen empieza a modificarse.
Esta idea resuena con la sensación de extrañamiento que se siente en la película. El pueblo, con su bosque y su río, parece ajeno a cualquier geografía específica. No es el Japón urbano que suele verse en el cine, pero tampoco es un paraíso rural idealizado. La película construye una atmósfera que recuerda a Twin Peaks: un espacio aislado, casi autónomo, donde las reglas del mundo exterior parecen no aplicarse del todo.
Pero a diferencia de la serie de David Lynch, Evil Does Not Exist no introduce elementos fantásticos ni conspiraciones ocultas. Su inquietud surge de la realidad misma: la sensación de que lo conocido está a punto de cambiar de manera irreversible.
La invasión silenciosa
El título de la película es una provocación. Evil Does Not Exist (El mal no existe) sugiere que no hay un villano en esta historia. Pero la ausencia de un antagonista claro no significa que no haya conflicto. La verdadera tensión está en la incertidumbre, en la transformación progresiva del territorio y en la pregunta que persiste hasta el final: ¿Quién invade a quién?
La respuesta no es simple. No es una historia de resistencia heroica ni de explotación despiadada. Es un retrato de cómo las comunidades cambian, a veces sin que sus propios habitantes se den cuenta. La empresa de Tokio representa el avance de un modelo de vida distinto, pero no es la única que modifica el entorno. La comunidad, con sus propias prácticas, también altera el equilibrio del lugar.
Lo más inquietante de Evil Does Not Exist es que nunca ofrece una resolución definitiva. No hay una gran confrontación ni un desenlace claro. La invasión, si es que existe, no ocurre con violencia ni imposición, sino con la lenta e inevitable transformación de lo que parecía inmutable.
Y así, al final, la película deja en el aire la pregunta que la atraviesa de principio a fin: ¿Quién pertenece realmente a un lugar? ¿Quién tiene derecho a decidir sobre su futuro?
Lo que queda no es una respuesta, sino la certeza de que, en ese bosque donde un hombre sigue cortando madera, el cambio ya ha comenzado.

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